Cundinamarca, una región rica en historia y tradiciones, alberga un vasto patrimonio de mitos y leyendas que reflejan la conexión profunda de sus habitantes con la naturaleza y lo místico. Estos relatos, transmitidos de generación en generación, están impregnados de elementos indígenas, coloniales y rurales que forman parte del imaginario colectivo de la región.
Uno de los mitos más conocidos es el de El Dorado, una leyenda que tiene sus raíces en la cultura Muisca, habitantes originarios de la región. Según la historia, los muiscas realizaban ofrendas en la Laguna de Guatavita, lanzando oro y otras riquezas al agua como tributo a sus dioses. Esto atrajo la codicia de los conquistadores españoles, quienes buscaron incansablemente esta ciudad mítica de oro, aunque nunca la encontraron. La leyenda de El Dorado sigue siendo un símbolo de la riqueza espiritual y cultural de los antiguos muiscas.
Este mito, aunque extendido por toda Colombia, tiene variantes locales en Cundinamarca. Se habla de una mujer que, en un momento de desesperación, pierde a sus hijos y los ahoga en un río. Después, al darse cuenta de su error, vaga eternamente por las orillas de los ríos y quebradas, llorando por sus hijos perdidos. Su lamento, según se dice, se escucha en noches solitarias, especialmente cerca de cuerpos de agua en los pueblos rurales.
El Mohán es una figura temida y venerada en muchas zonas rurales de Cundinamarca. Se le describe como un ser con aspecto de hombre, pero con poderes sobrenaturales, que habita en las montañas y ríos. Según la leyenda, secuestra a las mujeres jóvenes y se lleva consigo a los pescadores desprevenidos. En algunas versiones, es un protector de los tesoros ocultos en las montañas.
La Madremonte es una entidad femenina vinculada con la naturaleza, a menudo descrita como una protectora de los bosques y las montañas. Los campesinos de Cundinamarca cuentan que aparece en noches de tormenta, envuelta en vegetación y hojas, castigando a quienes dañan el medio ambiente o cazan de manera excesiva. Su presencia representa el respeto hacia la tierra y la naturaleza.
Este personaje es conocido en varios departamentos de Colombia, pero en Cundinamarca adopta una particularidad. Se trata de un hombre pequeño, con un gran sombrero, que cabalga en su caballo negro por las noches, persiguiendo a quienes deambulan tarde por las calles. Se dice que quienes lo ven pueden enfermar o ser llevados por él a los parajes más oscuros de la región.
Durante días y noches llovió tanto que se arruinaron las siembras; nadie volvió a salir de sus bohíos (casas), que también se vinieron al suelo, o se mojaron tanto que lo mismo servía tener techo de palma o no.
El Zipa, quien comandaba todo el imperio Chibcha, y los caciques, que eran como los capitanes o gobernadores de los poblados de la sabana, se reunieron para buscar una solución, pues no sabían qué hacer y el agua seguía cayendo del firmamento en torrentes. Se acordaron entonces de Bochica, un anciano blanco que no era de su tribu y quien había aparecido de repente en un cerro de la sabana.
Alto y de tez colorada, con ojos claros, barba blanca y muy larga que le llegaba hasta la cintura, vestía una túnica también larga, sandalias, y usaba un bastón para apoyarse. Él les había enseñado a sembrar y cultivar en las tierras bajas que quedaban próximas a la sabana; y a orar, y a tener una especie de código para los chibchas. Cuando se iniciaron las lluvias, Bochica estaba visitando el poblado de Sugamuxi (hoy Sogamoso), en donde había un templo dedicado al Sol.
Los chibchas decidieron llamarlo, porque pensaron que Bochica era un hombre bueno podría ayudarlos, o todo el imperio perecería a causa de la gigantesca inundación. El anciano dialogó con dificultad con los caciques, pues no dominaba su lengua, pero se hacía entender y le comprendían bastante. Se retiró a un rincón del bohío que tenía por habitación, rezó a su dios, que decía era uno solo. Luego salió y señaló hacia el suroccidente de la sabana.
Cientos de indios organizaron una especie de peregrinación con él. Se detuvieron después de varios días en el sitio exacto en donde la sabana terminaba, pero las aguas se agolpaban furiosas ante un cerco de rocas. Los árboles enormes y la vegetación selvática frenaban el ímpetu del agua. Bochica, con su bastón, miró al cielo y tocó con el palo las imponentes rocas. Ante la sorpresa y admiración de unos y la incredulidad de todos, las rocas se abrieron como si fueran de harina. El agua se volcó por las paredes, formando un hermoso salto de abundante espuma, con rugidos bestiales y dando origen a una catarata de más de 150 metros de altura. La sabana, poco a poco, volvió a su estado normal. Y allí quedó el "Salto del Tequendama". Dicen que Bochica, tiempo después, desapareció silenciosamente como había venido.
Guatavita era el nombre de uno de los más poderosos caciques muiscas, cuya esposa principal fue sorprendida por él mismo en flagrante delito de adulterio. El cacique hizo matar a su rival y obligó a su esposa a comer en público el corazón de su amante. Asustada, la cacica tomó en brazos a su hija y huyó hasta la laguna de Guatavita donde se arrojó. El Cacique, arrepentido, pidió a un sacerdote que rescatara a su mujer con sus poderes pero todo fue inútil.
La cacica entonces se convirtió en la diosa tutelar de la laguna a quien los muiscas, supremos cultores del agua desde los arbores mismos de su civilización, transformaron en un adoratorio de cuatro kilómetros de circunferencia, 400 metros de diámetro y 20 metros de profundidad, a una altura de 3.199 metros sobre el nivel del mar, en donde, por medio de los sacerdotes o chuques, tributaban permanentemente a la diosa titular, quien, en forma de serpiente, de tiempo en tiempo salía a la superficie para recordarle a la gente la necesidad de plegarias, para renovarles su fe, en fin, para exigirles sacrificios y votos de toda especie.
Las ofrendas se hacían, por lo general, en figurillas de oro, tiradas por los creyentes y entregadas al sumo sacerdote para que éste, a su vez, sirviera de intermediario ante la diosa acuática, lo que hacia en medio de complicada liturgia, para después arrojarlas al seno de la laguna, donde moraba la diosa quien, satisfecha con las plegarias y las ofrendas, aplacaba su cólera, otorgaba perdón, era generosa con quienes la veneraban.
Este notable suceso daría origen a la ceremonia religiosa y política, conocida, desde la Colonia hasta hoy, como la leyenda de “El Dorado”.
Cuando era de noche y antes de que hubiera nada, estaba la luz metida dentro de algo grande, que era un ser omnipotente: Chiminigagua. Este ser luminoso comenzó a amanecer y a mostrar la luz que en sí guardaba. Procedió luego a crear cosas, empezando por unas grandes aves negras, que mandó por todo el mundo para que echara aire resplandeciente por los picos, por lo cual el orbe quedó iluminado. Chiminigagua, el señor de todas las cosas, el Ser Bueno, creó también el sol, la luna y todo lo que forma la belleza del universo.
Había una vez un grupo de familia muy pobres. Un día un miembro de ella llevó al mercado unas mantas y las cambió por unos gruesos y brillantes granos de oro que depositó en una bolsa. Poco después un ave negra le arrebató la bolsa y los granos de oro cayeron a la tierra.
El dios Bochica los enterró. Más tarde el hombre los volvió a encontrar convertidos en plantas. Al querer arrancar una de ellas, la misma ave lo atacó y le arrancó las barbas para colocársela a los frutos de esas plantas. Los vecinos se enteraron y probaron esos granos que parecían de oro y éstos les agradaron. Desde ese día machacaron el maíz con unas piedras llamadas “manos de moler” sobre otras llamadas “metates”. Prepararon así harina, arepas, mazamorra, envueltos. Desde entonces los hombres del pueblo se quedaron sin barba.
En una época no había nada sobre la tierra. La primera que la habitó fue una mujer joven y fuerte que salió de la laguna de Iguaque por entre la niebla helada y el viento sonoro del páramo. Se llamaba Bachué y llevaba de la mano a un niño de tres años. Ambos bajaron al valle y construyeron una casa donde vivieron hasta que el niño creció y pudo casarse con Bachué. Tuvieron muchos hijos (a veces Bachué tenía cuatro o seis a la vez), con lo que comenzó a poblarse el territorio muisca. Bachué le enseño a cultivar la tierra y a adorar los dioses. Después de muchos años, Bachué y su esposo, ya viejos, regresaron a la laguna de Iguaque donde se despidieron de la multitud que, llorando, los veía partir. De repente los ancianos se transformaron en dos inmensas serpientes y desaparecieron bajo las aguas tranquilas de la laguna. Bachué se convirtió en la diosa de la fertilidad, la que hacía que la tierra diera frutos y las familias tuvieran muchos hijos.
De todas las leyendas de América precolombina, ninguna ha sido tan universalizada como la de “El Dorado”.
Cada vez que se posesionaba un nuevo cacique, los muiscas organizaban una gran ceremonia. El heredero, hijo de una hermana del cacique anterior, quien antes de esto se había purificado aunando durante seis años en una cueva donde no podía ver el sol, ni comer alimentos con sal, ni ají, ni mantener relaciones sexuales con mujer alguna, era conducido a la vera de la laguna donde los sacerdotes lo desvestían, untaban su cuerpo con una resina pegajosa, lo rociaban con polvo de oro, le entregaban su nuevo cetro de cacique, un propulsor de oro y lo hacían seguir a una balsa de juncos con sus usaques o ministros y los jeques o sacerdotes, sin que ninguno de ellos, por respeto, lo mirara a la cara.
El resto del pueblo permanecía en la orilla donde prendían fogatas y rezaban de espaldas a la laguna, mientras la balsa navegaba en silencio hacia el centro de la laguna. Con los primeros rayos del sol, el nuevo cacique y su séquito arrojaban a la laguna oro y esmeraldas como ofrendas a los dioses. El príncipe, despojado ya del polvo que lo cubría, iniciaba su regreso a la tierra, en tanto resonaban con alegría tambores, flautas y cascabeles. Después, el pueblo bailaba, cantaba y tomaba chicha durante varios días.
Los mitos y leyendas de Cundinamarca no solo son narraciones fascinantes, sino que cumplen una función social importante. Reflejan los valores culturales, enseñan a respetar la naturaleza y el entorno, y proporcionan una visión sobre el pasado indígena y colonial de la región. Además, son parte de la identidad local, unificando a las comunidades rurales y urbanas en torno a historias compartidas que se reviven en festividades, cuentos y la tradición oral.
En muchos municipios de Cundinamarca, estas leyendas han dado lugar a festivales, rutas turísticas y manifestaciones artísticas que atraen tanto a locales como a visitantes. Las narraciones han sido recogidas en obras literarias, representadas en teatro y danzas folclóricas, manteniendo viva la tradición y adaptándola a los tiempos modernos.
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